viernes, 13 de marzo de 2009

el peronismo no pasa la prueba de la memoria.

Por Alvaro Abos

Ireneo Funes era un muchacho de Fray Bentos, dotado de una memoria prodigiosa. Si para la mayoría de las personas la amnesia es un grave peligro, pues prenuncia la decadencia vital, para Funes la amnesia hubiera sido una bendición. La memoria, Funes la padecía "como un vaciadero de basura". Recordaba sin cesar cada dolor, cada decepción . "Discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción; de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad." No tenía el consuelo del olvido, el pobre Funes, ni siquiera durante ese benévolo paréntesis que es el sueño.

Traigo a colación el personaje inventado hace sesenta y cinco años por Jorge Luis Borges en el cuento Funes el memorioso ante la ronda de candidaturas y posibles alianzas para las elecciones de octubre. Ese desfile puede convertirse en una pesadilla para quienes, sin llegar, ni mucho menos, a la memoria inclemente de Funes, tampoco hemos caído en la amnesia.

¿Cómo olvidar qué han hecho en los últimos años la mayoría de los hombres sobre cuyas reuniones y proyectos la prensa nos ilustra en detalle? Eduardo Duhalde, Carlos Reutemann, Daniel Scioli, Luis Barrionuevo, Felipe Solá, Néstor Kirchner. Protagonistas de los hechos que en los últimos 25 años han conducido a este presente poco auspicioso de la Argentina.

Son el peronismo realmente existente. Una sombra de lo que alguna vez fue un poderoso movimiento social, que expresó fuerzas nuevas y encarnó cambios históricos. Hoy, es el Gran Partido Oficial, una Nomenklatura, una liga de barones con canonjías inmutables, que repiten eternas rencillas y distanciamientos a los que siguen eternas reconciliaciones. Se me dirá: es injusto medir a tantos nombres con la misma vara. ¿Acaso no hay diferencias entre ellos?

Sin duda que las hay, pero, si se mira la política argentina con un mínimo de perspectiva, no puede negarse que todos esos nombres provienen de un tronco común. Es el peronismo posterior a la dictadura militar, adaptado a las normas democráticas que, desde comienzos de la década de los ochenta del siglo XX, imperan en el mundo y en América latina. Ese tronco tiene una genealogía: todos los reyes, reinas y alféreces peronistas que juegan hoy en el tablero fueron peones de Carlos Menem, el político que instaló al partido peronista en el poder, un lugar que desde 1989 ocupa con muy fugaces intermitencias.

No es necesario ser un Funes para recordarlos. Eduardo Duhalde fue, durante muchos de los diez años en los que Menem ejerció el poder, el delfín del riojano. Que luego Duhalde haya incurrido en el juego de la traición (ese que el peronismo practica de manera casi genética) a Menem (o viceversa) no atenúa dicha verdad. Eduardo Duhalde es hijo político de Carlos Menem. Felipe Solá fue ministro de Menem; Kirchner fue gobernador de Menem; Reutemann fue llevado a la política por Menem y llegó a la casa de gobierno de Santa Fe de la Veracruz de la mano de Carlos Menem. ¿Acaso puede decirse otra cosa de Carlos Ruckauf, de cada uno de los Rodríguez Saá y de José Manuel de la Sota, para citar a los barones en activo, o de otros caciques hoy en retiro, como José Luis Manzano y Carlos Grosso? Y los supuestos portadores de sangre nueva, como el gobernador Scioli, ¿acaso no fueron aportes a la política que también debemos a Menem, especialista en atraer hacia el poder a figuras de la farándula y el deporte?

A nadie puede negársele el derecho de renovarse, de cambiar, de evolucionar. En una historia tan agitada como la argentina contemporánea, no hay inocentes, salvo que se haya nacido en probeta. Por otra parte, hay ya varias generaciones de argentinos que no han conocido más horizonte que las internas peronistas. Quien tiene menos de 40 años -y hasta podría decir menos de 45- no ha visto otra cosa que ese predominio y los esfuerzos titánicos y frustrados del no peronismo para reemplazarlo.

Pero, en tal caso, una mirada crítica ha de interrogar a esas "nuevas" figuras sobre su relación con los patrones genéticos menemistas, toda vez que ello tiene que ver con los problemas que hoy mismo afligen al país.

Lo que recalco es la hipocresía de quienes, inevitablemente, provienen de ese tronco, a cuyos valores, por fuerza, adhirieron, pero que se travisten con identidades diversas para favorecerse con la amnesia contemporánea.

El travestismo es fácilmente detectable. La marca de fábrica del peronismo realmente existente es el predominio de la reproducción infinita del poder. La confrontación entre los barones peronistas contiene siempre, como el fruto a su carozo, la fidelidad a ese mandamiento que reza: "Lo importante es el poder, a cualquier costo".

La alharaca de los conflictos intraperonistas a veces parece ocultar ese núcleo vital. La descendencia que el peronismo genera sin cesar viene, con frecuencia, disfrazada de antagonismo. Lo que acabo de escribir le viene como anillo al dedo a Néstor Kirchner, pero es aplicable a sus antiguos acólitos, esos que hoy se están convirtiendo en sus nuevos cuestionadores.

En un espacio que parecía distinto, parece reproducirse ese rasgo con el que el peronismo infinito contamina incluso a aquellos que por cronología o ideología se dicen lejanos a él. Gabriela Michetti fue elegida para ejercer un cargo de la Ciudad de Buenos Aires. Si renuncia a dicha función para postularse como legisladora, opta por el internismo. Se alega que el Pro la necesita otra vez como candidata, y ella "se sacrifica" porque "el partido no tiene otra personalidad conocida". Pero si los ciudadanos la han votado, debe trabajar en el gobierno del que forma parte y desplegar allí la energía civil que la sociedad creyó ver en la candidata. Si su partido tiene o no personalidades electoralmente idóneas, es un problema de su partido, no de la sociedad a la que hoy Gabriela Michetti representa. En este caso, la impaciencia es la contracara de la amnesia. Aún más inexplicable es lo de Felipe Solá, de quien se dice que renunciaría a la banca de diputado, que ya ocupa, para postularse como candidato... ¡a diputado!

¡Qué difícil es concebir la función pública como sencillo servicio a la comunidad! Un cargo representativo es un "encargo" concreto y específico. Sólo en segundo lugar debería ser peldaño o eslabón para una carrera política personal.

¡Ya no hay Funes! El vertiginoso presente, con su salvaje catarata de sobreinformación, abrumaría hasta el privilegiado cerebro inventado por Borges. Pero los políticos tampoco deben menospreciar la memoria de sus representados. Algo recordamos, todavía.