viernes, 23 de octubre de 2009

El tiempo del desprecio- Santiago Kovadloff

Patética transparencia la que va ganando la Argentina: el delito es en ella cada vez más claro. La penosa realidad de lo que nos pasa refulge y enceguece. El nuestro es un país donde la Constitución se somete al poder y el poder a los intereses privados de quienes lo detentan. ¿El Estado? Un trampolín inmejorable para lanzarse hacia el enriquecimiento ilícito.

Por lo demás, un paisaje cívico invertebrado: hasta ayer se votaban partidos; hoy se votan individuos. Individuos cautivantes que vienen en reemplazo de individuos desangelados. Poco parecen importar las plataformas programáticas. No es el tiempo de las ideas, sino la hora de las consignas. Lo que cuenta son los gestos seductores, las voces bien impostadas, el incomparable hechizo de la imagen. Triunfo del Homo videns. Un electorado errático acusa sus vacilaciones mediante vaivenes que si no fueran dramáticos resultarían grotescos.

La ley se ha convertido, entre nosotros, en herramienta dilecta de la corrupción. El Poder Ejecutivo la ha puesto a su servicio. La manipula con maestría. Logra que no exprese su vigencia, sino su impotencia. La brutalidad verbal y la acción brutal se complementan. Una potencia a la otra. La inseguridad ya no es una amenaza: estamos en la selva. La degradación prospera. Se expande como un río desbordado. Quienes la auspician no enmascaran su desprecio por la miseria, por el dolor, por la vida humana. Todo lo contrario: se jactan de lo que hacen, ostentan su impunidad. Dicen que no sucede lo que pasa. Y al que pretenda lo contrario, se lo aprieta. Cunden los intentos de extorsión. Se extiende el espionaje. El control de los disidentes perfecciona sus recursos. Sus voceros enumeran las espaldas que partirán a palos, los ojos que harán saltar. La tropa fascistizada asalta las empresas.

¿Podrá el Parlamento venidero empezar a revertir todo esto? ¿Impedir que su propio ámbito siga convirtiéndose en terreno propicio para que abunden los mercenarios dispuestos a venderse al mejor postor? Este es nuestro tiempo. El tiempo en que las investiduras tienen precio. El de la mentira enmascarada. La atmósfera social no puede estar más enrarecida. Desfigurada por las violaciones incesantes que padece, la democracia argentina va perdiendo casi todo lo que ganó en este último cuarto de siglo. Incluso el pulso de la esperanza se ha debilitado. Hay más dolor en la Argentina. Con la pobreza, ha crecido la desesperación. Y los opositores siguen sin saber configurarse como oposición. Sin saber cómo asentar las bases de la gobernabilidad venidera sobre una interdependencia perdurable. Porque la cuestión de fondo que deben enfrentar las fuerzas opositoras no es la de alcanzar el poder, sino la de contar con los recursos que les permitirán sostenerse en él, para sanear todo lo que está contaminado y adolece de descreimiento público: desde la investidura presidencial hasta la Justicia. Resulta inverosímil, pero es así: la falta de visión impulsa a los empecinados a alzar sus voces para hacer oír un propósito que hoy suena totalmente inoportuno. "¡Yo quiero ser presidente!", gritan todas ellas, sin advertir que, al hacerlo, siembran más desunión, cuando lo que importaría sería afianzar el acuerdo. Ese coro de desafinados hace las delicias del oficialismo. A más fragmentación opositora, mejores réditos presentes y futuros para él. Al igual que los vampiros, sus devotos viven de la sangre ajena.

¿Programa legislativo convergente? ¿Proyecto consensuado de políticas de Estado para el mediano y largo plazo? ¿Límites al autoritarismo? ¿Restablecimiento del equilibrio entre los tres poderes? ¿Renovación sindical? ¿Reconquista del protagonismo perdido por los partidos políticos? ¡Sí, pero no! "¡Yo quiero ser presidente!" Y la gente anda de aquí para allá. Pasmada y temerosa ante esa hidra de cien cabezas cuyas bocas exclaman: "¡Yo quiero ser presidente!". Juego de niños. Peor aún: juego de hombres aniñados. Y tragedia de un país que pierde el tiempo y, con el tiempo, sustancia. Kirchner no está dispuesto a aprender de su derrota. Quienes lo derrotaron no se muestran dispuestos a aprender de su victoria. Triunfo unánime de la hipocresía y de la ineptitud.

Un cambio de costumbres. Un cambio de procedimientos. Un cambio de mentalidad. Un cambio, en suma, de cultura política. ¿Quiénes pondrán su firma conjunta al pie de un proyecto semejante? Siempre habrá ocasión de añadir nuevos fracasos a los fracasos ya producidos. Uno de los mayores logros de la corrupción reinante es estar minando la fe en los valores que deben dar vida moral a la función pública. La gente está cansada de que se la instruya una y otra vez en lo que ya sabe. Así lo demostró con su voto a principios del invierno que pasó. Lo que ahora quiere ver es la puesta en marcha de lo que respaldó mayoritariamente. Mientras esto se demora, los Kirchner van extendiendo su hegemonía sobre sectores decisivos de la economía, la comunicación y los recursos legislativos. Su meta es clara: retener el poder real cuando deban prescindir del poder constitucional. O quedarse con ambos si la astucia y la impunidad los ayudan.

La crisis argentina es el resultado de la pérdida de un norte modernizador en la concepción del Estado y la sociedad. La vigencia empedernida del populismo prueba la magnitud de esa pérdida. La hondura de nuestro apego a la estafa. No hay, sin embargo, fatalidad en el curso de la historia. La Argentina supo hacer de sí misma algo infinitamente mejor de lo que auguraba la primera mitad del siglo XIX. Y algo infinitamente peor de lo que mostró entre fines de ese siglo y el año 1930. ¿Ingresaremos en el Bicentenario sin haber terminado de asimilar las enseñanzas que nos deja el siglo XX? Desactualización y decadencia son sinónimos. No lo son, en cambio, durar y vivir.

¿Cómo trazar el camino que lleve de la mistificación en la que estamos inmersos al sinceramiento indispensable? ¿Cuál puede ser el rumbo que conduzca, ante todo, a una convalecencia auspiciosa? Los hombres y mujeres que desde la oposición aseguran estar discutiendo el porvenir del país tendrán que probar que privilegian ideas operativas. La primera de esas ideas indispensables es la de un proyecto de país, básico y consensuado. Sin él, la oposición seguirá sin representar nada que merezca ser asociado a una auténtica renovación. Lo que se le pide son medidas capaces de poner freno al aluvión transgresor de la ley en que el oficialismo encuentra su logro. La actual debilidad que acusan las agrupaciones partidarias para evidenciar que sabrán responder con eficacia a lo que se les pide contribuye a acentuar las expresiones de desorientación social. Ellas mismas son, tal como hoy se muestran, expresión de ese extravío colectivo. Las sociedades sin capacidad de reconocer sus valores indispensables terminan incautadas por cualquier ilusión. Acaso sea por eso que tanto cuesta salir de la ciénaga. Nada puede resultar más riesgoso. La mayoría de los partidos sin doctrina superadora del pasado terminaron de hacerse pedazos apenas se inició el nuevo siglo. Obra maestra de la ineptitud y de la irresponsabilidad. Ese derrumbe incluye al peronismo. ¿A qué se redujo, en manos de quienes dicen representarla, la doctrina justicialista? Es cierto que el ideal del golpismo militar se extinguió. Pero no desapareció el golpismo civil. Hoy se lo practica desde el poder. La política sin sustancia cívica maniató las instituciones. Y avanza a medida que destroza los restos del tejido republicano. Es el mundo de los negocios personales instalado en el Estado. Es el Estado concebido como mundo de los negocios personales.

Recuperar el Congreso para devolverle valor social al poder político es una labor indispensable. Nada asegura que se la sepa llevar a cabo.

No bastará con volver a derrotar en las elecciones a los voceros de la corrupción. Habrá que probar lo que aún no fue demostrado: que se tiene claro qué hay que hacer con la victoria. Para terminar con el atraso, la ignorancia, la miseria. Con la propia incompetencia.