viernes, 23 de enero de 2009

Nuevo Americanismo

Quizás al final de las cuentas este siglo, el XXI, sí será americano, la American century proclamada en 1997 por un nutrido grupo de neocons, entre los que se hallaba la flor y nata del futuro Gobierno de George W. Bush, que creó incluso una asociación para conseguirlo. Lo intentaron por la fuerza bruta, el desprecio a los países amigos y aliados y la vulneración de los principios fundacionales de la nación americana, con los resultados que se conocen: nunca Estados Unidos llegó tan lejos en desprestigio y en pérdida de autoridad e influencia. Si se consigue, será por el camino diametralmente opuesto, proclamado el martes en el discurso inaugural de Barack Obama e incluso demostrado como ejercicio práctico de ciudadanía por unos fastos y ceremonias que se han seguido con pasmo y regocijo desde todo el mundo.
El poder inteligente puede dar a EE UU la autoridad que los ‘neocons’ buscaron por peores medios
Quizás sea verdad esa sentencia horrible acerca de los nubarrones que tenemos encima, que hace falta que las cosas vayan peor para que luego vayan mejor, pues ésta sería la lección impartida por la historia con la calamitosa presidencia que ahora termina. A partir de tres desastres históricos se levanta la nueva: el carpetazo a los ocho años de Bush, el agotamiento del capitalismo financiero voraz e irracional de la era de Reagan y la superación ejemplar de la lacra racista que arrastraba la gran democracia americana desde su fundación. El ex presidente de Rusia, actual primer ministro y de nuevo presidente in pectore Vladímir Putin, está entre quienes lo ven exactamente al revés, al estilo de José María Aznar, cuando predica que el exotismo que significa Obama acarreará un desastre económico. Putin está “convencido de que las mayores decepciones nacen de grandes esperanzas”, aunque la única demostración que se deduce es exactamente la contraria: de la gran decepción de Bush ha nacido la gran esperanza de Obama.
Éste representa, en todo caso, un nuevo americanismo, que significa una demostración de confianza en la capacidad de su país para salir de la crisis y volver a liderar el mundo. Los valores que reivindica, obviamente, son los de siempre, los fundacionales -”todos somos iguales, todos somos libres y todos merecemos una oportunidad de buscar toda la felicidad que nos sea posible”-, que su elección como presidente actualiza en contraste con las frustraciones de la historia estadounidense. Pero los métodos son distintos: “Nuestro poder crece mediante su uso prudente; nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y la moderación que deriva de la humildad y la contención”.
EE UU es todavía “una nación joven”, capaz de recuperarse después de una tremenda caída y de reinventarse de nuevo, con una energía que todo el mundo envidia. La jornada de la inauguración ha proporcionado un espectáculo de unidad nacional y de consenso moral insólito en el mundo de hoy, en cualquiera de sus continentes, y no es extraño que se haya producido en el momento en que la minoría fundacional afroamericana ha conseguido que uno de los suyos encarne la soberanía nacional. Michelle Obama dijo durante la campaña, en un momento no del todo conveniente, que “por primera vez se sentía orgullosa de ser americana”. Su frase se convirtió en un proyectil contra su marido, pero encierra una verdad que el martes emergió en toda su dimensión histórica.
Durante la campaña, desde los cuarteles conservadores, se lanzó la insidia de que votar a Obama era optar por un presidente para la decadencia, cuando todo está indicando lo contrario. En vez de seguir con la agonía neocon y bushista, EE UU ha apostado por una América que vuelve a situarse en cabeza de todo, empezando por su capacidad de renovación y de entusiasmo, por el regreso de la política y de la voluntad ejemplarizante. El mensaje de Obama enlaza directamente con la ilusión primigenia de la Revolución Americana, aquella hermana más inteligente y pacífica de la Revolución Francesa: “Sabed que Estados Unidos es amigo de todas las naciones y todos los hombres, mujeres y niños que buscan paz y dignidad, y que estamos dispuestos a asumir de nuevo el liderazgo”.
Independientemente de los resultados que obtenga, esta propuesta de un nuevo americanismo resuena positivamente en todo el mundo. Es la superación del EE UU de la guerra fría, que se alió con las dictaduras de Franco, Salazar y los coroneles griegos y favoreció el golpismo en América Latina. Quiere ser también la superación, más difícil, de la América de la transición del siglo XXI, que siguió aliada con dictaduras árabes y asiáticas en nombre de los intereses económicos primero y de la lucha contra el terrorismo después. Veremos cómo declina en la práctica el complejo axioma que declara “falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales”. La hegemonía en el siglo XXI se jugará en el terreno económico, obviamente, pero también en el campo de las ideas morales y políticas. Y ahí es donde la combinación entre poderes blandos y duros, es decir, el poder inteligente (smart power) que ahora Hillary Clinton ha puesto en boga, puede dar a EE UU aquella superioridad que los neocons buscaron por los peores medios.

lunes, 5 de enero de 2009

La Defensa y La Politica

Por Horacio Jaunarena


Después de cinco años de una bonanza sin antecedentes históricos en las cuentas fiscales de la Nación -fruto de una situación económica internacional favorable, que ya cambió-, nuestras Fuerzas Armadas están en condiciones inciertas para asegurar el cumplimiento de su misión principal. Esta, definida por el actual gobierno y cuestionable por insuficiente y anacrónica, dado el panorama que nos ofrece el siglo XXI, es "conjurar y repeler toda agresión militar estatal a fin de salvaguardar de modo permanente los intereses vitales de la Nación".

Los intereses vitales, en palabras del Gobierno, son "la soberanía, la independencia, la capacidad de autodeterminación, la integridad territorial, la vida y la libertad de sus habitantes". Es simple enunciar estos valores; protegerlos en la realidad es una compleja cuestión fáctica en la que las capacidades reales son determinantes.

Las misiones secundarias, como ayuda ante catástrofes, diversas actividades internacionales y misiones de paz, hoy no pueden ser afrontadas adecuadamente, salvo mediante la asignación de urgentes partidas presupuestarias, las que, al aplicarse sobre estructuras desgastadas, ofrecen respuestas cada vez menos eficientes. En materia de misiones de paz, hemos perdido importancia relativa frente a las capacidades desarrolladas por otros países de la región.

En julio último, se realizaron en el Estado Mayor Conjunto las Jornadas de Planeamiento Estratégico 2008, en las que participaron las cúpulas del ministerio de Defensa y de las Fuerzas Armadas. El Ejército presentó, en sus conclusiones, una placa con un texto revelador. La falta de recursos necesarios para el sostenimiento de la fuerza, no sólo impide cumplir con un imperativo legal de alistar, adiestrar y sostener, sino que imposibilita producir un efecto real de disuasión en función de nuestros intereses vitales y atenta contra el apoyo a la política exterior de la Nación, al dificultar la integración con nuestros principales vecinos en un plano de similitud. Dada la proclamada intención de apoyar la iniciativa brasileña de integrar una estructura militar regional de la Unasur, ¿cómo lograr "un plano de similitud", frente a las importantes adquisiciones de equipamiento y desarrollo de la industria militar que tienen en marcha Brasil y Chile?

En las aludidas jornadas, el Ejército reiteró la descripción de su actual estructura formal y despliegue territorial, que se nutría del sistema de conscripción obligatoria. Se omite considerar que completar esa organización, si se pretende un funcionamiento eficaz, requiere alrededor de 100.000 soldados, cifra imposible con el sistema voluntario. Hoy el Ejército tiene poco más de 13.000 soldados.

El tránsito de un ejército de conscripción al de un ejército profesional supone cambiar de un ejército en el que se privilegia la cantidad por otro en el que se privilegia la calidad. No obstante, la edad promedio del material de armas y vehículos supera los treinta años. El mantenimiento es oneroso y técnicamente pobre por la falta de recursos. La munición no cubre el estándar de una jornada de combate.

En esas jornadas, la Armada describió lo que considera una "fuerza activa sustancial naval", al precisar que se trata de la "mínima organización", integrada por 70 buques de superficie -con portaaeronaves a la cabeza-, 6 submarinos, 36 aviones, 34 helicópteros y 3 batallones de infantería de marina. Tal vez sea un diseño técnicamente coherente en sí mismo, pero en las actuales condiciones de la Armada y del país es una expresión de deseos alejada de la realidad.

La Fuerza Aérea continúa lidiando con las complejas consecuencias de la decisión del Gobierno de sacar de sus competencias el control de la actividad aérea no militar. La decisión fue anunciada con espectacularidad y se designaron funcionarios importantes, pero el cambio se tornó lento y queda mucho por hacer.

Ni hablar del estado del material, las certificaciones técnicas de los pilotos y la deserción de profesionales formados por el Estado, que migran a la actividad civil. Hace algunas semanas, no pudo darse fin al curso conjunto básico de pilotos por problemas en los aviones de adiestramiento Mentor, aparatos cuyo diseño data de la década de 1950.

El llamado programa de recuperación de capacidades, anunciado por el ministerio de Defensa, puede haber sido un paso bien intencionado, pero resulta ineficiente en la práctica y en lo conceptual. En la práctica, porque la mayor parte del material se degrada, por antiguo, con mayor rapidez que cualquier recuperación. En lo conceptual, porque más bien hay que pensar -sensata y moderadamente- en materiales de una nueva generación, cuya determinación debería derivarse de una política de Defensa entendida como cuestión de Estado y construida mediante consensos democráticos.

En apretada síntesis, la autoridad política les reclama a las Fuerzas Armadas que rediseñen sus estructuras por "capacidades", pero no les describe ni amenazas ni escenarios. Como consecuencia, los planificadores militares se refugian en la tradición orgánica de cada fuerza y establecen capacidades preventivas elevadas, resistiéndose a pasar a la historia de sus instituciones como desmanteladores. Resultado, propuestas ilusorias de cumplimiento imposible. Mientras tanto, se siguen creando con entusiasmo estructuras burocráticas en un ministerio de Defensa que, desde 2003, ha aumentado su planta de personal, en cargos directivos, -no militares- mucho más que cualquier otra organización del Estado.

Durante el pasado año, han pedido la baja más de 140 oficiales subalternos del Ejército. En el otro extremo del escalafón jerárquico, mediante una resolución, el ministerio de Defensa avanzó en la intervención primaria sobre los ascensos y destinos del personal superior de las Fuerzas Armadas. Es un retroceso frente a los progresos logrados a lo largo de décadas en la profesionalización de los cuadros militares. Si cada facción política en el poder modifica o ignora los dictámenes de los cuerpos colegiados de calificación y cambia las decisiones específicas de los altos mandos militares designados por el propio Gobierno -como los destinos de los oficiales superiores-, en la práctica, será más eficiente para los oficiales hacerse amigo del político a cargo que buscar la excelencia. La consecuencia es un mayor deterioro profesional de la fuerza.

Los dos gobiernos de Kirchner heredaron, en materia de política de Defensa, el tramo menos complejo del último cuarto de siglo. Pese a esta situación innegable y a la bonanza económica que facilita decisiones adecuadas, en los hechos -que desmienten las declaraciones ampulosas y descubren las operaciones mediáticas-, estamos recorriendo las primeras etapas de una crisis cuya responsabilidad principal es del Poder Ejecutivo, pero debería se asumida, también, por el conjunto de la dirigencia política.

La política de Defensa tiene que ser una política de Estado y no patrimonio de una facción.